viernes, 25 de febrero de 2011

Afuera, en la noche

            Primero se miró al espejo y reconoció que la mitad superior de su cuerpo estaba entera. Sus ojos caían abrazando la piel resquebrajada con la que se presentaba ante el mundo. Con el pelo revuelto, entremezclado con formas onduladas blancas y negras, y algunas mesetas de cuero liso y llano, se prestaba a ejecutar la mutilación semanal de rasurarse los pelos de la cara. Abrió la canilla del agua caliente y el chorro se fue calentando lentamente. Su boca ennegrecida con labios resquebrajados por el frío de la calle y el pucho apagado después de tantos mates lavados canturreaba un tango del Polaco, uno de esos que lloran con palabras las lágrimas del corazón. La ropa era pobre al igual que su experiencia. Las manchas marrones en el techo del baño y los azulejos rajados decoraban su vida, una lamparita temblaba. La de la derecha, súbitamente, comenzó a parpadear cuando la Gillette avanzaba lentamente sobre la piel reseca devastando barba, grasa y tiempo. Sus pupilas la seguían.
            La lamparita de la izquierda estaba quemada, apenas podía ver su rostro reflejado tenuemente en el espejo salpicado de manchas antiquísimas. No obstante todo tiene su fin - pensaba Raúl, en el segundo G de Callao mil doscientos treinta.
            La cita era a las diez y el segundero era implacable con él y con todos. Pero no tenía ropa limpia, apenas colonia barata que un amigo le obsequió en su último cumpleaños.
            Al rato, con el segundero golpeando una y otra vez, tomó los últimos pesos que le quedaban y con los mechones de pelo empapados y la cara limpia corrió hacia la inmensidad de la calle para perderse en el afuera.
            Ella estaría esperándolo en La Giralda, pero sus rodillas temblaban y en esos casos perdía el sentido de la orientación, olvidando la ubicación de las calles, los recorridos de los colectivos, la noción de la hora y la involución de sus pasos a medida que se acercaba el momento.
            Para calmar su ansiedad compró una petaca de Criadores y con paso enclenque bajó por Callao deteniéndose en la plaza Rodríguez Peña, atraído por el sabor de la luna y el aire de la ciudad cuando el verde de los árboles coquetea con la placidez de la noche.
            Se sentó en un banco para intentar aplacar el nerviosismo con sorbitos ardientes mientras pensaba si tendría alguna posibilidad.
-¿Una mujer esbelta como Marta se iba a fijar en alguien como yo? – se repetía insistente.
            De no ser por Ricardo que le había tirado el dato la otra noche en el café del Gallego, mostrándole entre mirada y mirada, puchos y ginebra, que la Colorada que se paseaba de tanto en tanto al baño o al mostrador para pedir algo, estaba déle pispiar y parlotear con su compañera de copas entre risas y carcajadas.
            Finalmente tomó coraje y luego de resoplar dos o tres veces irguió su cuerpo y caminó apresurado, renovado por el alcohol y la brisa de la noche.
            Los vehículos avanzaban a contramano de su andar, cuando sin querer fijó su mirada intermitente en las luces de un automóvil que a toda velocidad rompía con la paz urbana. El aire le acariciaba la cara suavemente y la ropa se le caía del cuerpo.
            Al llegar al bar se sentó en una mesa y pidió el diario para matar el tiempo. Entre tantas muertes el diario olía a cementerio y el café se había enfriado de tanto esperar. Luego de media hora pasó al baño, expulsó un líquido espeso y se miró al espejo. Su cara estaba gastada y limpia, una lamparita temblaba mientras una lágrima despertaba desde su pupila cansada.  

1 comentario:

  1. sigo escuchando después de leer esta poesía el ruido de los automóviles y la gente en el bar.
    Que habrá sido de su vida ?

    Pablo.

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