viernes, 25 de febrero de 2011

La otra cara de Adolfo

            Rugían los techos por el bombardeo ensordecedor y los subalternos esperaban órdenes de un momento a otro. Todo había terminado, el final era inevitable, la ilusión de la raza aria llegaba a su fin. Adolfo tomó la copa de champagne para brindar por lo que no fue, miró a los ojos de su compañero inseparable, Eusebio, corresponsal de guerra durante el mandato del Fuhrer, y le dijo en un alemán cansado: “Por su cariño y su compañía incondicional”. Luego alzó la copa y la vació de un trago mientras los demás soldados miraban sin comprender. Eusebio sintió que una gota trazaba un surco en su mejilla derecha, dejando al descubierto el cariño tantas veces camuflado por las sombras de la  reverencia idealizada. El Fuhrer había sido su maestro y mentor, su vida mutó desde aquel día de neblina en el que, capturado por las fuerzas alemanas, había dado con el mandatario luego de que este leyera una carta donde describía su postura ante la guerra, como así también su ideología segregativa. El portugués pasó a formar parte del servicio secreto nazi encargado de infiltrarse en las tropas enemigas y sabotear gran parte de los ataques que buscaban ser sorpresivos.
            En las noches de bombardeos, visitaba el bunker nazi para cenar con el líder alemán. Bebían en abundancia mientras comían, al finalizar el banquete el brandy se adueñaba de la noche. La bebida corría de una copa a la otra casi sin descanso. Los ruidos se amontonaban para resonar cada vez más fuertes y cercanos. La comisura derecha de Adolfo se estiraba hacia arriba en señal de satisfacción. Luego de la cena, su servidor solía prepararle el baño en señal de gratitud. La espuma tenía la costumbre de desbordar la bañadera hasta alcanzar la alfombra del living, una vez que Eusebio se abandonaba al uso frenético de la esponja, bañando a su jefe inmaculado. La movía en círculos, con amor sagrado, a punto de cumplir por fin su deseo de grandeza: “poseer las carnes del rey”.
            Al finalizar la tarea los esperaba la alcoba. La famosa “guerra relámpago” había tenido su origen en los impulsos más bajos de su alteza. Instrumentos sodomizantes eran empleados por el virtuoso portugués, mientras los bigotes de Adolfo se estrujaban de placer con sólo pensarlo. La sesión duraba hasta la puesta del sol, pero al hombre no le alcanzaba y su rezongo se estiraba hasta entrada la mañana.
            “El sexo no es todo, mi alteza”, decía el corresponsal mientras le servía una porción de Strudel de manzana para recuperar energías. “Si seguimos así su recto tarde o temprano le pasará factura, debe aprender a domeñar sus impulsos, no es bueno abusar de lo que más queremos”, continuaba así su sermón matinal para aliviar las ansias de placer de un Adolfo para todos desconocido, menos para su sirviente sexual.
            Esos años de muerte y desidia habían traído el horror al mundo. Una vez en el bunker, cuando las horas consumían las esperanzas de poseerlo todo, la botella de champagne se vaciaba detrás de los brindis entre el amo y su servidor. La pistola tarde o temprano se descargaría en los sesos mentores del desastre. El ideólogo llegaba a su fin, y su esclavo no quería ser menos, así que cargó el arma, le sacó lustre y apuntó certero en la sien derecha de quien lo había cobijado en esas noches de bombardeos teñidos de placer. La bala atravesó el cráneo, destrozando el parietal. Las órbitas de Adolfo miraron la nada más que nunca. Acto seguido, Eusebio descargó de lleno en sus propios genitales, ya no los necesitaba. Una sonrisa se dibujó en su rostro antes de desplomarse. Eva Braun, la amante del líder, cayó en la cuenta de la vida que rodeaba al Fuhrer con solo leer esta escena final. Al desvestir a su oponente comprendió la desidia de su propia carencia.

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