viernes, 25 de febrero de 2011

Carroña

            Era medianoche cuando decidió partir, atravesando la puerta que daba a la calle. Al asomarse, el viento le escupió repetidas veces el frío de la pobreza. Se estremeció en un primer momento, encorvando su espalda hacia delante y volcando sus ojos al piso, sintió el rechinar de su mandíbula. El afuera estaba desierto, apenas se escuchaba algún televisor que anunciaba un programa sensacional, una madre le daba de comer a su hijo con impaciencia, una persona despedía la jornada con un baño. Caminó sin interés mirando un punto fijo. Una luz al fondo de la noche parecía darle ánimo.
            Llegó a La Casona y se sentó sin reparos en una silla que esperaba al costado de la barra. Unas botellas de distintos colores y formas yacían semivacías en uno de los estantes detrás del mostrador.
- Gin con tónica, por favor – pidió displicente.
- Sí, señor – respondió el mozo, yendo de inmediato a la mesa contigua.
            Miró a su alrededor y esperó tranquilo la hora de sentir que todo volvía a tener sentido de ser vivido. Que los ronquidos que venían desde adentro se ahuyentarían por completo una vez finalizada la operación. Todos se acordarían de él en ese instante. Habría entonces lugar para saborear la victoria.
            Al volcar el gin en el largo vaso de vidrio éste rebotó estrepitoso en el fondo para reposar allí después de unos instantes. Luego vino la tónica para enterrarlo definitivamente. Antes de retirarse, el mozo dejó una cubetera llena de hielitos cuadrados y brillantes que ya empezaban a mostrar las primeras gotas que nacían alrededor de toda la superficie.
            Parpadeó sobre su reloj metálico que colgaba pesado de la muñeca y comenzó a impacientarse. Eran doce y media pasadas y ella no estaba. La mujer le había dicho que su casa estaría vacía toda la noche, ya que el Pato (su esposo) tenía doble turno en el 87, y los chicos se habían ido a la casa de unos amigos. Todos parecían dormir en la ciudad. “El próximo lo voy a pedir puro”, pensó rezagado.      
            Cuando ella llegó, la cabeza le avisaba que la noche se había hecho para cualquier cosa, menos para beber y andar caminando situaciones impropias con una persona que rayaba la indolencia. Raquel olía a jazmines,  su boca era una invitación al calvario y al griterío hormonal de sus secreciones más bajas. Despedía humo azul cuando hablaba, mientras jugueteaba con un Philip Morris atado a sus dedos largos y húmedos. Comentó temas que versaban sobre quehaceres cotidianos relativos a los chicos y sus deberes escolares, el sexo deprimido por los años y la droga de los cincuenta.
            En La Casona el silencio aturdía. El mozo que los había atendido parecía atornillado en la esquina del mostrador mirando nada.
            Una vez avanzada la noche, después de varias copas, la tomó de la mano como anticipando el desenlace final.
- ¿Vamos? – sugirió con tono condescendiente. Ella levantó la mirada y balbuceó algo inentendible.  
            A las cuatro de la mañana la cama estaba revuelta y la ropa hecha un bollo parecía una isla en la inmensidad de la habitación. La mujer, desmayada, expulsaba una línea húmeda que terminaba en una mancha incolora abrazada a la sábana. Su cuerpo inmóvil mostraba la elegancia del acto puesto en escena minutos antes. Arturo se terminó de subir la bragueta con las últimas fuerzas que le quedaban y salió al patio del fondo con un cigarrillo en su boca. La luna lo espiaba de frente mientras él le escupía humo sin entenderla.
            Al otro día esperó con el mate en la mano la llegada de su esposa. Era otra de esas mañanas en las que el veneno de la noche deja sus huellas en los rostros grises del amanecer. “Llegará con olor a vodka barato y cigarrillo negro, como todas las noches, después de haber parado en Chacarita, en la terminal del 87, para encontrarse con ese hijo de mil putas y obsequiarle un turnito de yapa por los favores recibidos”, pensó resignado con una sonrisa que se le escapaba sin comprender.
            A las diez, después de vaciar la segunda pava, salió a dar una vuelta por el barrio, cansado de esperar y algo preocupado. Se sentó en un bar a tomar un café para matar el tiempo y leer las noticias. Al rato encontró al Pato junto a su mujer hablando bajito por la puerta del boliche.
            Sin bajar la mirada y con la boca negra sacó un billete y lo acostó sobre la mesa, avanzó hacia la calle y siguió a los cuerpos que se alejaban dejando como marcas el aroma a perfume de noche y gel.  
            El recorrido terminó en el colectivo del hombre fornido y melenudo que, con el cielo virgen de nubes, subió a la mujer hasta sus muslos para adueñarse de ella por tan solo dos Sarmientos sucios sin secar. Entre tanto, el canillita pasaba con su bicicleta y los diarios acuestas, repartiendo los pedidos y girando de tanto en tanto la cabeza para espiar, incrédulo, el espectáculo matutino.
            Él, ensimismado, se quedó en la esquina gimiendo mocos y lágrimas entrecortados con insultos. Su camisa estaba desabrochada hasta la mitad,  estrujada por los años y el viento.

1 comentario:

  1. me gusto,me pareció estar dentro de la historia observando lo que pasaba desde un costado sin interrumpir.

    Pablo.

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