Como
todos los martes termine de atender en mi consultorio y me fui para la canchita
de Villa Crespo, apurado por agarrar rápido el 47 y llegar como por un tubo a
Chacarita, para después caminar ligero, cruzar el puente y desembocar en el
ritual obsceno pero necesario de simular para mis adentros ser el arquero que
nunca fui (el sucesor indiscutido de Navarro Montoya o Islas).
Como
siempre en la vida hubo que esperar, en este caso la finalización del partido
anterior para poder ingresar y pelotear un rato antes de empezar el nuestro.
Aproveché, dada la ocasión, para conversar con el arquero del otro equipo, un
tipo de estatura baja, como yo, pero de unos reflejos y una flexibilidad
corporal envidiables. Realmente para hacerle un gol había que agotar todas las
posibles estiradas, anticipos, revolcones habidos y por haber de los cuales era
capaz este hombre.
Cuando
entable diálogo me comentó que atajaba desde los catorce años, y tenía
actualmente una molestia en su empeine del pie derecho que le dificultaba poder
pegarle de lleno a la pelota. Ahondando en el tema de las lesiones y en su
trayectoria deportiva me contó también que, en un partido final de un
campeonato intercolegial, aproximándose al término del mismo, ya tirado en el
piso y con la pelota bollando en el área, interpuso su mano entre la pelota y
el botín derecho del jugador rival para evitar lo que hubiera sido el empate,
pero no sin dejar que su mano sufra un fuerte revés en sus tendones para
dejarle una sensación dolorosa que hasta el día de hoy perdura.
En
mi escucha de psicólogo no pude menos que indagar porqué no se hacía ver por
profesionales para tratar de curar estas dolencias. Me respondió que le habían
dicho que tenía que operarse, de lo contrario las molestias continuarían
acompañándolo cada vez que exigiera dichas partes del cuerpo.
Lo
insté a que se operara, pero ante la negativa y su sonrisa nerviosa y sugestiva
me percaté de la razón íntima que sostenía al eludir el quirófano: seguir atajando dolores físicos.
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